3 de febrero de 2018

Hombre Gato

(Ejercicio de improvisación impulsiva inspirado en una cosa que no me da la gana contarte.)

Esto va a ser una performance literaria. Lo nunca visto, escrito a diez dedos, sin pensar demasiado. Y va sobre un tipo que cohabita en el tejado del edificio de enfrente. 

¿De cual, de cuál? A ver, de MI edificio de enfrente. No va a ser del tuyo, señor teletienda.

Cohabita conmigo. Pero yo no vivo ahí, y mucho menos en invierno, que soy muy mía cuando se me clavan las tejas en la cadera.

Nuestra historia comenzó un verano. A lo tonto, como todo. Que si sales al balcón a tomar el solecito, que si te fumas un cigarrito... y pum. Entonces le vi. Hijo, qué susto. Pensé que se iba a caer.

Lo peor no fue eso, sino que él me vio a mí. Y ya se sabe, cuando dos se miran al unísono (¿se dice así?). Bueno, no sé qué música sonaba en la radio porque la tenía apagada, pero si fue al unísono, algo sonaría.

Y tú me dirás: pues pregúntaselo, ¿no? Que las antenas están ahí, en los tejados, seguro que lo sabe.

Ya, pero mira, es que él no me habla. Solamente me mira muy fijamente. A veces, incluso sonríe.

De modo que cohabitamos ahí, en el tejado, en una mirada musical que ya dura unos cuantos años. Creo que entre teja y teja debe guardar algunos enseres de supervivencia porque si no, no me lo explico. Un día le tiraré una manzana, a ver si la muerde.

Nunca le he visto comer.

Confieso que me enamoré de él al instante. Tiene un físico fuera de lo común. No es que sea guapo, pero es bastante peculiar y tiene un no-se-qué angelical. De modo que le canté una canción. Fue bastante patético. De golpe y porrazo se convirtió en una esfera y salió volando. No creo que le gustase mi tesitura... o quizás le gustó demasiado. El caso es que creí que le había perdido para siempre y lloré. 

Pero qué va, al día siguiente ya estaba ahí de nuevo. Justo cuando empezaba a pensar que era mejor así.

Es bastante puntual, todos los días a la misma hora asoma la cabeza. Tiene mirada de gato. No porque sea felina y penetrante, sino porque refleja la luz de un modo muy extraño. De modo que nunca sabes si te está arrullando o pidiendo comida. Como comprenderás, lo he intentado todo. Si gesticulas, se tensa y parece incómodo. Si le llamas, mira hacia otro lado. Es desesperante.

De modo que nos enfadamos a menudo. Le he dicho tantas veces que se vaya que no podría contarlas, pero él nunca responde y siempre regresa, tan puntual... 

Una vez, qué descarado, se parapetó tras un gigantesco espejo. A veces me mira de un modo apremiante, como si de verdad necesitase que yo responda a sus extraños acertijos.

—No, tú no eres yo le dije. —Y quita eso de ahí, que ya sé qué pinta tengo.

Él es extrañamente dócil. Siempre me hace caso. 

Me he ido acostumbrando a mi silencioso vecino, pero debo confesar que al principio incluso le tuve miedo. Suele ocurrir, cuando te enamoras a lo tonto y sin hablar. ¿Y si es un psicópata? ¿Un... un... loco de los tejados?

Después, me dio por sufrir por él: ¿Y si tiene hambre, o frío? ¿Y si es sordomudo o simplemente lleva ahí toda su vida, como Quasimodo? ¿Qué hace cuando no está en este tejado? 

A mí no me gana nadie, a pensar con cordura. Qué te has creído.







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