8 de febrero de 2018

El Hilo Naranja

Muchos de nosotros hemos escuchado o leído alguna vez la "leyenda del hilo rojo" invisible que supuestamente une a dos personas destinadas a encontrarse.

Yo creo que existen multitud de hilos que nos unen los unos a los otros, hasta formar una inmensa madeja multicolor. De hecho, y guiñándole un ojo a la ciencia, al final todo lo que existe se podría reducir a luz y a sonido, de modo que nosotros mismos podríamos ser un extraño e hipnótico ovillo de hilos de luz, conteniendo todos los colores posibles, vistos desde algún lugar privilegiado.

Mi hilo favorito no es el rojo: aunque es muy romántico y pasional, cuesta muchísimo de experimentar. Las cosas que la suerte trae son así de esquivas. El mío, por mi carácter terrenal, es el naranja y creo que puedo afirmar sin equivocarme, que es porque soy mujer.

Como no tengo otra carta de colores me acojo a la clásica distribución de los chakras en la cual el naranja sería el segundo, ubicado en la parte baja del abdomen y que se pone vertiginosamente atareado cuando una mujer se encuentra con su estado de gestación.

De todas formas eso de los hilos no está bien explicado. Me refiero a que todos los hilos, por definición, tienen dos cabos o extremos. Y del mismo modo que la luz no tendría sentido ni sustancia sin la oscuridad, cada color tiene muy claros cuáles son los atributos de sus dos extremos.

Así, no existe el amor, por glorioso y predeterminado que éste haya tenido la fortuna de ser, sin sufrimiento. 

Está bien. Como dijo alguien que aprecio una vez, solamente soy una e-budista cualquiera, de modo que voy a dejar a un lado explicaciones que otros darían mucho mejor que yo y me concentraré en trasladaros una leyenda muy antigua, tan antigua que acabo de inventármela ahora, acerca del hilo naranja que une a todas las mujeres:

«Cuentan las ancianas que el Padre de todos los Seres Vivientes, mientras navegaba en su barca a través del Gran Río de Leche que atraviesa los cielos, tuvo una visión. En aquellos días sin tiempo definido, el padre únicamente tenía constancia de la existencia de dos colores: el blanco del río que su barca transitaba y el negro del cielo que lo envolvía todo. 

En su visión, el Padre se vio a sí mismo en un limpio prado, de un verde exultante, salpicado de amapolas rojas. Extasiado ante tal explosión de sensaciones, ajustó los misteriosos mecanismos de la barca que había heredado y partió en su búsqueda.

Cuentan las ancianas, no sin cierta malevolencia, que aquél Padre ignoraba que todos los Padres antes que él habían tenido esa misma visión y que todos ellos, embriagados de su propia inspiración, habían deseado encontrar ese mismo lugar. De hecho así fue como, generación tras generación, habían conseguido crear la gigantesca Barca que transitaba los cielos. 

—No, los dioses no fueron auto-engendrados, se ríen ellas. —Es que simplemente, estaban ciegos a la belleza de sus esposas y ellas decidieron darles una lección.

De cualquier modo, continúan las ancianas, el Padre era así bautizado porque su gran y potente navío encabezaba siempre cualquier expedición. Y si bien es cierto que surcaban los cielos en aquellos tiempos remotos, no es menos verdad que para ellos no resultaba nada extraordinario. 

Las ancianas hablan demasiado. A veces se ríen de los hombres con estruendosas carcajadas que hieren los oídos de los que duermen y otras, hablan muy bajito para que nadie sepa cuánto han llegado a amar a sus varones. Ellas envejecieron su espíritu amasando pan. O al menos, eso cuentan sus hijos. 

Nunca nadie les preguntó por qué ellas ya veían el mundo en colores, mientras que los ojos de sus esposos eran perfectamente daltónicos. En aquellos tiempos, nadie se dedicaba a discutir esas cosas. Pero todos comprendieron que las mujeres poseían extraños dones que inspiraban sus cánticos, pinturas y recetas. Y cuentan que los hombres convinieron en que había que proteger esos dones alejándolos de todo cuanto no fuese bueno y bello.

Así, mientras los hombres partían en busca de nuevos territorios que satisficieran sus ansias de conquista, las protectoras se quedaban amasando panes y azúcares, cantando canciones que solamente ellas recordaban y que transmitían de generación en generación. Las mujeres llenaban de aromas, música y risas el ambiente mientras a lo lejos, retumbaban lejanos truenos de violencia y de sangre. 

Y a veces, como el eco acuoso de una fuente, se escuchaban sollozos de misteriosa procedencia que solían preceder a la estación de lluvias».

El hilo naranja no lo tejieron las abuelas. Todo el mundo sabe que fueron sus nietas. Ellas, desde su inconsciencia infantil y virginal eran las únicas capaces de recomponer el atormentado espíritu de las avejentadas en sus soledades. Las risas y voces blancas de los niños también hacían su trabajo, pero ninguna mujer quería encariñarse demasiado con el que demasiado pronto las dejaría también.

De abuelas a nietas, y vuelta a empezar. Las madres, en realidad, tan solo estamos de paso, aunque también es muy cierto que Todo pasa a través de nosotras. Quizás es que nuestro ovillo naranja se retuerce tanto, en un momento dado, que tan solo el tiempo es capaz de deshacer ese entuerto.

Quizás sería demasiada consciencia, saber que estás en el punto central de todas las cosas. Es mejor creerte de paso y llorar un poquito de vez en cuando, como el eco acuoso de una fuente, justo antes de que llueva.









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