30 de enero de 2018

Historiando

La historia de la humanidad nos la hemos contado nosotros mismos, generación tras generación.

Es una forma de verlo.

Los adultos solemos pensar en "la historia" como en algo que nos viene dado y que, por tanto, resulta inapelable. Nos viene dado a través de escritos antiguos, de agudos esfuerzos de arqueólogos, antropólogos, lingüistas, paleontólogos... y también historiadores. Es ciencia y como esfuerzo multidisciplinar, orquestado a lo largo de las edades, resulta tan respetable como inapelable.

Es frecuente, a lo largo de cualquier conversación informal, sacar a relucir el hecho histórico oportuno para sugerir, ilustrar, y a veces incluso imponer un punto de vista determinado. "La historia", por tanto, nos viene bien. Nos sujeta. Nos sirve de eje central para que la conversación gire ordenadamente y no se divague. 

Pero ese eje central no deja de ser una convención, más o menos acordada. Todos nos hemos dado cuenta de ello alguna vez. Y es que la historia, como compendio de hechos humanos, nunca puede ser objetiva y, mucho menos, inmutable o inapelable. Se llega a acuerdos, más o menos mayoritarios, con mayor o menor fortuna histórica y social. Y en este punto, nuestra ordenada conversación de antes podría llegar a convertirse en una acalorada discusión.

Bueno, a los seres humanos nos gusta hablar y comunicarnos, sea de la forma que sea. 

Pero este artículo no tratará sobre la mayor o menor fortuna de las convenciones históricas con las que hoy en día convivimos... sino de algo bastante más relajante.

Trata de cómo empezó todo.

Yo no sé tú, pero a mí me relaja enormemente imaginarme a mí misma bastante menos agraciada que ahora, cubierta de hirsuto vello hasta en la planta de los pies y sentada en el suelo, cerca de una agradable fogata.

Siempre he pensado que aquello que agrega significado emotivo y social a la familia biológica, es el hecho de compartir vivencias y experiencias como tribu, como clan. 

Bueno, ir de caza une, qué duda cabe. Regresar triunfante con el alimento, después de varios días de expedición, ansiando compartirlo con el resto de bocas hambrientas y espaldas velludas que... 

Bueno, bueno... qué estoy diciendo. ¿Por qué iba mi yo velludo a compartir esa disputada pieza de caza que tanto le ha costado conseguir? 

Está claro que no es tan fácil, trascender la biología para adquirir una conciencia social empática y simpática con tus semejantes. Me gusta pensar que en ese punto, nuestra vocación parlanchina tiene muchísimo que ver.

Porque a ver, si yo traigo la comida y tengo que compartirla, qué menos que escuchar mis aventuras. Que serán verdad o no lo serán, pero a vosotros qué os importa. Haber venido, ¿o no? Que las contaré mejor o peor, pero que si no me escucháis, pues no coméis, mira. Ya ves tú qué problema tengo.

Así que venga, a encender esa fogata que cuando las estrellas alumbren os contaré cómo habitaba un fétido espíritu en esa bestia, maldita en toda su estirpe que hasta el viento lo susurraba al pasar por el desfiladero; que escuché al maligno ser agonizar en las profundidades del vientre del infeliz animal, mientras yo me entregaba a un noble cuerpo a cuerpo para liberarle de sus sufrimientos...
Bueno... a ver... que no sé si fue eso exactamente lo que conté, porque no me expresaba muy bien.

Pero quizás es lo que entendieron ellos, porque abrían los ojos como platos, asentían bobaliconamente e incluso golpeaban el suelo en señal de celebración y algarabía. Me acuerdo que entonces pensé: Me ha gustado. Volveré a salir de caza mañana.

Mi yo velludo era tremendamente egocéntrico e imaginativo, pero desde ese egocentrismo descubrió, también, el placer de la generosidad. Se comparte la carne igual que las historias, igual que los exagerados ademanes y el teatro que hay que echarle para que la audiencia te haga caso. Se comparte uno con el resto y, ¡caramba! De repente hasta nos vemos guapos, los unos a los otros. Y se empieza a estar a gusto, alrededor de este fuego. Y se siente uno acogido; en familia, en casa. Y te entran ganas de quedarte con ellos más a menudo.

Que la historia de la humanidad nos la hemos contado nosotros mismos, generación tras generación... es para mí, un hecho. 

Y que después de milenios de convenciones acordadas desde el egocentrismo, la generosidad o el consenso; y después de cientos de conversaciones íntimas, acaloradas o incluso inspiradas alrededor de ese gigantesco y escurridizo eje que llamamos "historia", relaja bastante regresar al principio: cuando todo estaba por explicar aún.






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